sábado, 4 de diciembre de 2010

La primera vez que le temblaron las piernas

La primera vez que le temblaron las piernas fue cuando se meó. Recordaba nítidamente la sensación de zozobra, de no saber lo que iba a pasar por incumplir lo aprendido. De miedo. Sí, fue su primera vez y ya no llevaba pañales. Se le había "escapado el pipí" y ya era "mayorcito para orinar en el wc y no mojarse los pantalones.....y ser la burla de sus amiguitos y...." oía la sempiterna lección aprendida a base de ser repetida por su madre.
Pero su naturaleza era rebelde. Volvió y volvió y volvió a mearse encima, hasta que su madre le pegó una soberana paliza. Vaya si la recordaba. Ya no se meó más.
La primera vez había sentido zozobra por no ser capaz de cumplir, la última había estirado la goma al máximo y le rebotó en las narices, bueno en los cuartos traseros contra los que mamá sacudió su zapatilla del pie derecho.

La segunda vez que le temblaron las piernas, al menos que recuerde aunque no lo tenía muy claro, fue cuando le dieron aquellas notas con un suspenso en Matemáticas. Entonces creía que estudiar era algo que tenía que hacer como persona: "para crecer y llegar a ser un buen hombre, que tu vida haya valido la pena, que podamos estar orgullosos tu padre y yo de este hijo que tiene un corazón y un coraje más grandes que las ruedas de un Hummer". Ahora sabía que lo que su madre practicaba con él era lo que llaman "educación en valores".

Su dejadez en cumplir ( bah, no hago los deberes) le había conducido a un merecidísimo suspenso. De nuevo afloraba su rebeldía. Pero ahora volvía de nuevo la incertidumbre. No sentía zozobra, sabía que no había cumplido y ahora sí sabía definir lo que era el miedo. Su padre largó un sermón de dos minutos y tardó diez segundos en dejarle sin consola, sin vida social y sin nueva ropa de marca. Ah! y lo del tatoo y los piercings, hasta que cumpliese los treinta, aunque fuese inconstitucional su orden de autoridad. Para Constitución estaba él "que me la paso por tu sabes dónde María; el niño no puede seguir así", sentenció.
No sabría decir si le dolieron más los zapatillazos de su madre o las restricciones casi carcelarias de su padre. Una cosa le había quedado supinamente clara, transparente: puedes desfasarte en todo, luego pagarás el precio.

La tercera vez que le temblaron las piernas, recordaba ofuscado, fue su primer botellonazo. Gran parada la de esa noche, tanto que se debió quedar trabado hasta el reloj. No valió la excusa y menos con el olor apestoso a vómito, ojos rojo-brillante-llorosos, andar deambulante y habla pastosa. Total, que si llega al cuartel de la Guardia Civil en lugar de a su casa, lo enchironan seguro por peligro para la circulación peatonal. Él ya había experimentado los "enchironamientos" a que le habían sometido sus padres y volvía la incógnita de cuál sería la reacción parenteral a su nuevo incumplimiento filial.
Le dejaron dormir la borrachera y a las ocho de la mañana del dia siguiente, domingo, le pusieron a limpiar el coche por dentro y por fuera "y rapidito, que tu madre y yo nos vamos de comida con unos amigos". El resto del día lo dedicó a una limpieza general de la casa y a escuchar la radio, único aparato electrónico que habían dejado a su alcance, además de plancha y robot multiusos.

Pasaron algunos años hasta que volvió a sentir la sensación en sus piernas, ese miedo que nos seca la boca, que oprime la vejiga urinaria y que se masca en el ambiente. Hacía tiempo que había perdido la cuenta de cuántas veces había imcumplido su obligación o, por decirlo de otra forma, se había traicionado a sí mismo. "Yo no soy así, soy un ser por encima del bien y del mal, las normas están para saltárselas, como los semáforos en ambar; mi mala obra de hoy ya la compensaré mañana".

Aquella última vez que recordaba fue cuando le puso los cuernos a su pareja. Le pareció que se le notaba, que andaba diferente, reía diferente, olía diferente..... La cagó comprándole flores sin motivo y dejando que comprase ella algo en las rebajas de un Outlet. Bueno también le temblaron cuando estando con una casada llamó al timbre del portal el marido, y tuvo que salir con las ropas en la mano, escaleras abajo, a que le abriesen los vecinos. Sin comentarios.
En ninguno de los casos hubo represalias, como tampoco las hubo cuando de chaval se dedicó a pasar unos porrillos para financiarse el vicio y hasta las copas con las chichis. El se dijo "esto es el paraíso, vaya ciega imbécil enamorada que tengo al lado (dirigido a su mujer), o lo que es lo mismo, puedo hacer lo que quiera siempre que no me pillen y si me pillasen...yo no he sido".

Le costaba, pero tenía que reconocer que también le habían temblado las piernas con aquella OPA hostil que lanzó el grupo empresarial que presidía contra el de su gran amigo Manolo. Podía tener menos estudios, menos clase, menos dinero incluso, pero tenía más "agallas" que su colega de la infancia, ese que siempre era el ejemplo para todo y que llevaba una vida modélica casi opusiana. Le arrancó la empresa sin piedad y con las trampas habituales que había aprendido con cada uno de sus incumplimientos vitales, con cada traición a sí mismo y a las cantinelas de su santa madre.


No sabía por qué se le había dado por recordar todo esto. Él, el rey del mundo, sentado sobre la cima de la Milla de Oro y, todo hay que decirlo, entronado en su flamante wc acristalado a las nubes y a los aviones.
Sí, claro, había pensado en estas tonterías porque el extreñimiento le hacía temblar las piernas. "Qué se le va a hacer, aunque soy un triunfador, no puedo tenerlo todo". Cogió el tubo del laxante y se lo metió hasta la glotis. "Con un par de tiritos tengo para cagarme en todos los que me apetezca esta noche" se dijo mientras miraba la zapatilla del pie derecho de su madre que reinaba en la vitrina que presidía su magnífico loft.
Se levantó de la poltrona y cogió con sumo cuidado la chinela. Se dió un sólo golpe en el trasero y la devolvió a su altar. Después se subió los pantalones y se marchó a joder a unos cuantos imbéciles que, sin duda, se lo tenían merecido por ser fieles a sí mismos.

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